Llega una nueva reseña sobre mi "A mano alzada", esta vez del puño del escritor Manuel J. Ruiz Torres
Ocurre con frecuencia que, al entrar en la sala donde se exponen unos
cuadros, dudamos del orden en que debemos empezar a apreciarlos, si
iniciar el recorrido por nuestra derecha, si seguir la convención del
movimiento de las manecillas del reloj, si ser disciplinados y
detenernos en el orden dispuesto o si, en cambio, no sería mejor saltar
de una punta a la otra de la exposición, siguiendo sólo el impulso de lo
que nos llama para entender mejor lo que esos cuadros, finalmente, nos
cuentan. Como también los libros de poemas construyen un relato, estamos
predispuestos a leerlos como si fueran una narración lineal, en la
cadencia en que aparecen. Creo que es mejor acercarse sin seguir ningún
camino marcado a este A mano alzada, que Esther Garboni ha trazado tan
visual, en tantos sentidos tan ilustrado, para leerlo desordenándolo, a
impulsos, deteniéndose en el asombro de sus muchos detalles. Porque no
es un libro históricamente lineal, no desemboca en un desenlace feliz o
insuficiente; no acaba en un final que desentrañe y explique, sino que
sigue escribiéndose –permanente- al mismo tiempo que se vive. Su
abundante metapoesía cumple la función, aquí, de esos dibujos rápidos, a
pulso, apuntes tomados de la realidad que le dan sentido. No es la
reflexión autista de quien escribe sobre su propia habilidad para
escribir, sino la revelación de quien conoce la capacidad de
cicatrización de la poesía y la utiliza como parte de la vida misma.
A mano alzada trata, precisamente, de esas cicatrices –emocionales,
educativas, sociales- que vamos acumulando y de cómo nos permanecen sus
señales, aún sintiéndolas cerradas, pacificadas incluso. También las
expresiones del dolor, y lo que nos permite anestesiarlo, tienen
graduaciones. De ahí que la propia distribución del libro destaque la
importancia de ese sentido de la proporción del daño y lo que lo sana,
al agrupar los poemas en tres técnicas pictóricas diferentes que, de
nuevo como la vida misma, marcan a profundidades distintas lo que las
sostiene. El ácido del aguafuerte corroe lo sensible, el pincel seco
impregna en su insistencia, el vino colorea pero solo permanece si el
paño es apropiado. Es muy destacable el sutilísimo humor consigo misma
con el que escribe los breves textos que, en clave de confidencia,
explican esas tres técnicas de pintura. Son guiños que atemperan, con la
especial complicidad que la poesía consigue a veces, la dureza con la
que trata algunas de sus heridas.
El dolor, visto ya con la distancia de su huella, permite aislarlo en
lo que también tiene siempre de injusto, de abuso, de arbitraria
intromisión en una existencia que merecimos más pacífica. El dolor llega
rompiendo empeños, vacía, deja seca la confianza: “Y borraron a golpes
lo que fui”. Costará reponerse. El dolor llega con formas distintas: es
violencia de género, es infancia rota, es destierro, es la jaula. Pero
también A mano alzada habla de lo que cura; de lo que, capa a capa de
determinación, sutura y cicatriza. Nos sugiere algunos remedios: “la
palabra que azota y que perturba”, o “el don de la mirada sobre las
cosas bellas”, o no olvidar que “no hay montaña sin riesgo”. Suele ser
difícil, por supuesto.
Manuel J. Ruiz Torres
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