Se alisa la
falda con las manos en un gesto nervioso y mil veces repetido, un gesto heredado,
un gesto recatado e inseguro. Mientras tanto, en el mismo banco, a escasos
centímetros de ella, él retuerce el chapiri como quien quiere sacar jugo a ese
trozo de tela, sin mirarla a los ojos en ningún momento y sin despegar la
barbilla del pecho. Va cayendo la tarde de diciembre en el paseo del pueblo. Y
va cayendo el año. Poco le queda a 1953, piensan ambos y no se lo dicen.
Frente a
ellos, un hermano pequeño los acompaña, tal y como le ha pedido su madre,
mientras juega desganado a dar patadas a las piedras y a contar los coches que
van pasando por la nacional. No comprende nada de lo que pasa, ni tiene interés
por hacerlo. Solo juega a lo que puede y cumple con lo que se le ha mandado:
vigilar el buen nombre de su hermana, como si a sus 7 años eso le importase.
Empieza a hacer frío, huele a candela de encina y ya hace rato que no pasa
ningún coche. Estaría mucho mejor en casa, piensa, pero no lo dice.
Premeditadamente,
ella coloca con sutileza su mano izquierda sobre el último listón de madera del
banco y él, tímidamente, deja caer la suya. Rozan sus meñiques y miran al horizonte.
Parece que va a llover. Pasan vecinos corriendo travesía arriba, pero ellos, inmóviles
y anhelantes, son incapaces de reaccionar. Han oído decir que los besos robados
son los mejores. Él no se atreverá. Ella nunca se lo pediría.
Ambos
piensan en que al fin es viernes, que ha pasado el arresto que parecía eterno e
igualmente pasarán los 18 meses de servicio. Un viernes como cualquiera, sí,
idéntico a cada uno de los viernes que han vivido juntos. Los mismos sitios,
los mismos gestos, las mismas situaciones…
Un viernes, en
cambio, que no se volverá a repetir. Porque la vida avanza lenta e
imperceptiblemente, modificada con asombrosa levedad por hechos aparentemente
cotidianos, cambiando el devenir de los acontecimientos pausadamente, sin que
lleguemos a darnos cuenta de ello, de la misma manera que no percibimos que bajo
nuestros pies la Tierra gira.
En esta
ocasión, ella ha sacado delicadamente un pañuelo inmaculado del escote de su
blusa y se lo ha alargado a él cuando ha tosido:
-Te vas a
resfriar- ha dicho sin mirarlo.
Él lo ha
tomado sorprendido y, después de sostenerlo en su mano como si quemase, lo ha
guardado en su bolsillo, desconcertado y desconcertante, mientras ella ha
vuelto a alisar su falda con las manos.
No lo saben
aún, pero, después de esto, ya nada será igual.
Y sin embargo, este es, para
todos, un viernes cualquiera.